La alquimia y artesanía de la traducción teatral
Redacción: María del Mar Herrada Fernández
Corrección: Dariana Oana Negru
La traducción teatral respira entre la fidelidad y la libertad. En cada palabra late la promesa de una voz sobre el escenario y de una mirada desde el patio de butacas. Traducir teatro es una entrega a lo que vive solo cuando se comparte.
«[…] una singular y delicada artesanía, una alquimia que opera con elementos misteriosos y frágiles». Así, con estas bellas metáforas, describe Carla Matteini el cometido de quien traduce teatro. La meticulosidad y delicadeza de quien pule joyas con paciencia infinita están presentes en su ser. La perspicacia y curiosidad de quien mezcla esencias también lo caracterizan.
Y cierto es que el teatro y su lenguaje, por su singularidad y gran distinción respecto a otros géneros literarios, exigen una aproximación al texto origen totalmente diferente a la que se ejercería al traducir novela, poesía o ensayo. Principalmente esto se debe a que la razón de ser del teatro es la escenificación. El texto se supedita a este fin y, por tanto, constituye un elemento más en el sistema teatral.
El texto dramático, además de su componente lingüístico, alberga una gran cantidad de elementos y signos extralingüísticos ligados a su representación: los ritmos de elocución, los tempos de respiración, la «géstica», el gestus, la mímica, los deícticos, la acción, el movimiento de los actores, etc.
Dada la particularidad del lenguaje teatral, su traducción no será menos. A medio camino entre la traducción escrita y oral por el peso del diálogo, la traducción dramática, ya lo señalaban María del Pilar Ortiz y Bojana Kovačević, debe ser reconocida como sui géneris. Esa hibridez precisamente es la que hace ineludible tomar en consideración todos los elementos que componen al teatro a la hora de traducir una obra.
Quien traduce deberá ir mucho más allá del texto. Podría hasta decirse que este último pasa a un segundo plano, pues lo que primará en la traducción teatral será la eficiencia en escena. Un texto bien traducido siguiendo los criterios de otros géneros literarios será todo lo contrario en el teatro y acabará «matando» a la obra teatral, pues esta solo comienza a existir en el momento en que se representa frente a un público. Arrebatarle esa potencialidad por no considerar el verdadero fin del teatro se asemejaría a despojarla de la posibilidad de llegar a la vida o de existir. Pasaría a ser un texto que recuerda al lenguaje teatral, pero que ahí se queda, como la sombra de lo que pudo llegar a ser.
La puesta en escena implica la presencia de todo un elenco y un público, extendiéndose mucho más allá del acto creativo inicial de quien escribe la obra. El teatro no puede entenderse si no es de forma colectiva, de tal modo que el texto no acaba siendo una realidad inmutable una vez concebido por el dramaturgo o la dramaturga, sino que en ese mismo momento inicia un proceso de transformación en el que el elenco y el resto del equipo creativo desempeñarán un papel esencial. La obra de teatro irá encontrándose a sí misma en cada interacción con su entorno, en cada aportación, en cada parte del proceso que culmina en la representación.
La traducción también obedecerá a esto mismo y se enriquecerá de todos los componentes del sistema teatral. Lo más apropiado sería que, superando cierta distancia entre dirección y traducción ―pues quienes dirigen son muchas veces los mismos que adaptan y traducen obras sin consultar a profesionales de la lengua― se diese un trabajo colaborativo, en el que quien traduce pudiese participar de la dirección, dialogar con el elenco artístico y conjuntamente modificar y dar forma al texto para que se amolde lo máximo posible a las necesidades de la representación. Y no se quedará ahí esta transformación. Además, en última instancia, será el público, como receptor, el que, al reaccionar a la obra, la continúe nutriendo gracias a sus interpretaciones, lo que implica un proceso continuo de creación sin un claro fin.
Entender la filosofía y el funcionamiento del teatro será entonces un requisito absolutamente necesario para quien traduce, entendimiento que deberá ser movido por el amor a la dramaturgia. Es más, como señalan Marta Guirao y Carla Matteini, lo ideal sería que la persona traductora tuviese algo de experiencia sobre los escenarios, para alcanzar una mayor comprensión del fenómeno que se fragua entre escenario y público.
El traductor o la traductora no se anclará en la mera traslación de una lengua a otra, sino que, en el proceso de traducción, se sentirá acompañada: escuchará las voces del elenco, visualizará la escena, la iluminación, los efectos de sonido, el attrezzo… Sentirá también los movimientos sobre el escenario y cómo estos se transmiten a un público que, activo, percibe, interpreta y reacciona. Quien traduce irá en compañía, no estará solo. Ese concierto de sensaciones y consideraciones deberá estar presente mientras el traductor ejerce su labor, pues lo ayudará a decantarse por unas estrategias y decisiones de traducción determinadas, las cuales tendrán su impacto inevitable en la puesta en escena.
En definitiva, buscando equilibrio entre fidelidad y fluidez para ni traicionar al texto original ni obstaculizar la representación se hallará el profesional de la traducción. Con tacto y sensibilidad sentirá como ambos extremos tiran de él y acabará encontrando la forma de no perder el norte en ese zarandeo, ofreciendo a cada uno lo justo y necesario. Traducir «entre la libertad y cierta inevitable traición, pero siempre desde la lealtad» será la premisa y, en palabras también de Carla Matteini, «amar apasionadamente el teatro» será requisito.
Bibliografía:
Guirao Ochoa, M. (1999). Los problemas en la traducción del teatro: Ejemplos de tres traducciones al inglés de Bodas de Sangre. TRANS: revista de traductología, 3, 37-52.
Matteini Zaccherelli, C. (2000-2001). La traducción teatral: una delicada alquimia. Vasos comunicantes: revista de ACE traductores, 18, 44-51.
Ortiz Lovillo, M., & Kovačević Petrović, B. (2022). La traducción del teatro y la interculturalidad. Liminar: estudios sociales y humanísticos, 20(1), 2-12.