Entre la miseria y el esplendor: Ortega y la paradoja de traducir

Redacción: María del Mar Herrada Fernández

Corrección: Carla Larrosa Serrat

Entre la filosofía y la traducción se tiende un puente invisible que Ortega y Gasset recorrió con lucidez. En su ensayo «Miseria y esplendor de la traducción» (1937), el pensador madrileño nos recuerda que traducir es, a la vez, un acto imposible y una tarea necesaria.

«¡La traducción ha muerto! ¡Viva la traducción!» — Ortega y Gasset, Miseria y esplendor de la traducción, 1937.

Ortega y Gasset, intelectual europeísta, comprometido social y políticamente y vinculado al pesimismo de la Generación del 98, busca en su ensayo dedicado a la traducción, Miseria y esplendor de la traducción, sacar a la luz cuestiones que aún son actuales y de gran interés y que definitivamente pueden servir de inspiración.

Para entender esa frase en un inicio citada, que tan nietzscheana suena, es necesario adentrarse en la concepción del lenguaje de Ortega porque la traducción se integra en el marco más amplio de la comunicación y, por tanto, sus ideales e imposibilidades se encuentran fuertemente ligadas a esas paredes comunicativas que la rodean. 

El filósofo madrileño contempla la existencia de tres categorías lingüísticas: el hablar, el decir y el callar. El hablar expresa el discurso social y representa el uso estándar de la lengua en el que el yo se diluye y se pierde en el anonimato de la generalidad. El decir, no obstante, es ejercido por el sujeto intencional y activo en tanto que se distingue y aporta más allá de lo colectivo. Al materializarse el decir, se rompe con la estructura impuesta y, en un acto de libertad, se la atraviesa con una novedad intencional que traspasa la rigidez del uso consolidado del hablar, para entrar en un dinamismo dialogante con la circunstancia. El trinomio se completa con el callar. En todo lo que se dice o se habla, entra todo lo que no se dice o no se habla. Todo lo que permanece oculto ha sido descartado a la hora de seleccionar lo que sí se va a expresar. Los silencios, implícitos o explícitos, son parte del lenguaje y toda lengua puede ser comprendida por su decir y callar, por su forma particular de guardar silencio y de dar voz. 

Cada lengua tiene un espíritu diferente y unas estructuras que van a nuestro encuentro y se nos presentan imponentes en el momento en que nacemos. Este marco lingüístico antecede al decir y lo condiciona, a pesar de que este tenga la capacidad de superar al habla colectiva. En otras palabras, el decir se enmarca en un contexto lingüístico, que a su vez se encuentra dentro de uno más dilatado: el contexto vital. Al traducir, entonces no solo se trasvasan estructuras gramaticales. Más allá de dos sistemas lingüísticos distintos, en la traducción tratan de converger dos sistemas socioculturales, dos formas de vivir.

Es de este relativismo lingüístico del que deriva lo que Ortega llama la «miseria de la traducción». El profesional de la traducción, en su ardua tarea, debe ser capaz de captar tanto lo que se dice como lo que se calla en el texto original porque, si no lo hace, puede caer en el craso error de producir una traducción que solo hable y se quede en una superficie sin nombre ni contornos. Se pierde así lo que se pretende expresar en concreto y lo que se oculta y el profesional de la traducción se convierte en traidor.

Al fin y al cabo, todo texto dice y se identifica con el decir y, de esta manera, se hace traducible a otra lengua. Esto no lo salva, sin embargo, de entrañar una contradicción sustancial: al decir, se dice menos y, al mismo tiempo, más de lo intencionado. El decir es, por tanto, insuficiente y abundante, pobre y rico, ambivalente en esencia. El aparato lingüístico del ser humano no alcanza a precisar y se pierde en el intento de representar la realidad. La vida y su complejidad expresiva superan los esfuerzos posibles de la lengua y quedan como un ideal que, si bien podemos visualizar o concebir, no podemos agarrar. En definitiva, el lenguaje y, por tanto, la traducción tienen objetivos irremediablemente imposibles. Entre utopismos vive el ser humano, según Ortega.

Pero el filósofo madrileño no pretende con esta conclusión desalentar al profesional de la traducción y alejarlo de su hacer, sino que quiere que este sea consciente de la altísima dificultad de su labor, señalando la miseria para poder mirar  la otra cara de la moneda: el esplendor. La imposibilidad y la dificultad pueden actuar como empuje hacia el triunfo. «¡La traducción ha muerto! ¡Viva la traducción!».

La utopía reconocida no debe más que motivar al profesional de la traducción a ejercer su labor con la máxima seriedad y rigurosidad posibles. Aquí está la moraleja. Debe armarse de orgullo y defender así su oficio con ejemplos de éxito y efectividad. Conocido por su timidez y su invisibilidad en lo político y social, el profesional de la traducción realmente puede romper con esa reputación y poner en valor lo que hace. Ortega defiende a las humanidades frente al «imperialismo excluyente» de las ciencias experimentales y, como parte de ello, confía en que la traducción puede convertirse en una «disciplina sui generis», si se le da la relevancia que merece.

A pesar de la muerte de la traducción, la traducción vive y puede hacerlo a mayores intensidades con consciencia y orgullo. El papel del profesional de la traducción es digno y valioso. Qué difícil hacerlo bien, pero qué gran triunfo aguarda al conseguirlo: el esplendor, la otra cara de la moneda.

Bibliografía

Ortega Arjonilla, E. (1998). El legado de Ortega y Gasset a la teoría de la traducción en España. En R. Martín-Gaitero (Ed.), La traducción en torno al 98 (pp. 101–116). Universidad Complutense.

Ortega y Gasset, J. (2012). Miseria y esplendor de la traducción. Trama & Texturas, 19, 7–24.