Poemofobia en las aulas

Redacción:  Natalia Velasco Urquiza

Corrección: Laura López Armas

Artículo escrito por Natalia Velasco Urquiza y corregido por Laura López Armas.

¡Sálvese quien pueda! — gritó el joven traductor al ver aparecer a la poesía.

Querido estudiante de traducción poemófobo (y sabes que lo eres):

    Seguro que, como yo, has vivido alguna vez una situación parecida a la siguiente: clase de Traducción Humanística, se está sorteando una serie de textos para una traducción que se hará en grupos. Hay dos poemas en esa lista. La tensión se respira en el ambiente. Los estudiantes se muerden las uñas y comentan en grupos los textos que les gustaría hacer y los que no quieren bajo ningún concepto (los poemas no, por favor, Dios no lo quiera). Sale el primer poema. El desafortunado grupo se lamenta al borde de las lágrimas. «Pero bueno», interviene el profesor, «¿hay algún grupo que quiera hacer el poema, y todos contentos?». Una mano se alza tímidamente. Sus compañeras de grupo la atraviesan con la mirada. La osada (y rarita) estudiante (una amiga) vuelve a bajar la mano y se encoge de hombros. Al menos lo ha intentado.

    Esta escena define a la perfección la actitud generalizada (al menos, desde mi experiencia) de los estudiantes cuando se enfrentan a la traducción de un poema. Pero, ¿de dónde viene ese rechazo? (un adelanto: prejuicios), y, más importante aún, aunque muy relacionado con lo anterior: ¿está justificado? (otro adelanto: no).

    Lo primero que quiero decirte, traductor poemófobo en formación, es que yo antes era como tú. Pero aquí estoy, escribiendo un artículo en defensa de los derechos de la poesía en nuestras aulas: de todo se sale. Pero volvamos a la pregunta que nos ocupa: ¿de dónde viene ese miedo a la traducción de poesía? Sí, miedo. Al menos, eso es lo que he percibido yo en mi entorno. Miedo porque «es muy difícil» y «yo la poesía es que no la entiendo», porque «a mí la poesía no me gusta», o porque «yo no sé ponerme poético/a» (toma ya). Y quien no se haya refugiado alguna vez en alguna de esas coartadas, que tire la primera piedra. Resulta que la idea de que la poesía es algo oscuro, reservado para una reducida élite intelectual de semidioses que pueden entenderla, está tan arraigada y generalizada que solo de oír la palabra poesía los mortales nos echamos a temblar. ¿Qué conclusión debemos sacar de esto? Que no sabemos lo que es la poesía.

    Reconozcamos, en primer lugar, que el problema con la poesía es que no sabemos qué es, en qué consiste, cómo caracterizarla por completo. Los elementos que tradicionalmente se asociaban a ella, y que en algunos períodos fueron más o menos obligatorios según las escuelas y épocas, el metro, la rima, el ritmo, pueden hoy en día estar completamente ausentes en un poema, en un libro de poemas o en la obra toda de un autor.

García de la Banda, Fernando: «Traducción de poesía y traducción poética»

    Como no estamos aquí para establecer qué es poesía (lo cual nos llevaría bastante tiempo, probablemente con resultados poco satisfactorios), con la definición de Lorca nos basta y nos sobra por el momento: «Poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio».

    Os diré, además, lo que no es: lo que nos cuentan en el instituto. De verdad, os lo prometo. Es esa idea ortodoxa, obsoleta y fosilizada de poesía que nuestro subconsciente asocia con una oscura época puberal (toma sicoanálisis improvisado) la que nos hace no querer tocar un poema ni con un palo; y ya, traducirlo, ni pensarlo.

    Hipérboles aparte, la realidad es que muy pocos estudiantes de traducción se interesan por la poesía, y esta concepción errónea que se tiene de ella es, a mi parecer, el motivo fundamental (lo cual se puede aplicar, en general, a todo ese considerable porcentaje de la población que, sin ser traductora, utiliza los mismos argumentos mencionados antes para explicar por qué eso de la poesía «no es lo suyo»). Esta situación es muy frustrante para los profesores amantes de la poesía (especialmente para aquellos que se dedican a traducirla), muchos de los cuales se han resignado o no se atreven a intentar ponérsela por delante al alumnado. Alguno que otro sí que se tira a la piscina, pero siempre con las debidas precauciones: «TRANQUILIDAD, NO CAE EN EL EXAMEN». Y, así, esta frustración se extiende también a ese insignificante porcentaje del alumnado que sí que quiere traducir poesía.

    Pero lo que más me indigna no es que mis compañeros y compañeras se empeñen en que no les gusta la poesía y que no quieran traducirla. Lo que más me indigna es 1) ¿dónde queda eso de que para traducir hay que leer mucho y de todo?, y 2) el miedo. Sobre todo, el miedo: ¡Que somos futuros traductores! ¿Qué es eso de asustarse ante un reto? Pero el miedo tiene cura, y volvemos a lo primero: leer. Descubrir qué es realmente la poesía, todas las posibilidades que existen, así se cura el miedo. Además, si nos ponemos pragmáticos, en cuanto a utilidad para nuestra formación, puede ser un ejercicio muy eficaz para entrenar y desarrollar ciertas habilidades «traductoriles».

    Por supuesto, nadie dice que sea fácil: impone, no lo niego. Pero, como he dicho, es cuestión de enfocarlo como un reto. Al fin y al cabo, eso es lo que es, nada más (ya otro día, si eso, hablamos de lo de que la poesía es intraducible). El género tiene sus dificultades añadidas, y no me refiero necesariamente a la rima y la métrica, que es lo primero que se nos puede venir a la cabeza (secuelas de ese restringido bagaje poético heredado del instituto), y que no son en absoluto condición ni universales de la poesía. Hablo, sobre todo, de ritmo y de musicalidad, de la «experiencia estética» de la que hablaba Borges, así como de sugerencia y fuerza expresiva, riqueza léxica y comprensión del texto (que, en la poesía actual, puede complicarse por la ausencia de signos de puntuación, por ejemplo). Casi nada, estarás pensando. Pero, ojo, aquí quería llegar yo: lo que diferencia a la traducción de poesía de la de otros géneros o especialidades no es el nivel de dificultad, sino la naturaleza de las dificultades en sí. Piénsalo: ¿por qué no nos atrevemos con la poesía, pero nos encanta la traducción audiovisual, la traducción científica, de cómics, jurídica, o incluso la interpretación? Lengua coloquial, juegos de palabras, terminología especializada, registro, subordinación a las imágenes, precisión, oralidad, referencias culturales… Son dificultades, y no precisamente menores. Las de la poesía son otras, pero ¿son realmente más problemáticas que todas estas?

    Traducir poesía requiere unas habilidades y un entrenamiento particulares que se derivan de las características del género, igual que no es lo mismo traducir cómic que novela o, saliéndonos de la literatura, manuales de motosierras. De hecho, al contrario de lo que hayas podido escuchar por ahí, para traducir poesía no hay que ser poeta (ayuda, por supuesto, simplemente porque la voz, la sensibilidad y la creatividad están más entrenadas), igual que no hay que ser médico para traducir textos médicos, ni abogado para dedicarse a la traducción jurídica. Pero sí hay que leer poesía: vuelta al para-traducir-hay-que­-leer. Ninguna novedad.

    Traducir un poema es un reto, sí, y, como tal, es estimulante y una fuente de placer intelectual. Es todo un mundo que, si te has molestado en leer este artículo hasta el final, quizás no has descubierto aún; y, oye, ¿quién sabe? A lo mejor hasta te gusta: conozco algún que otro caso. Conclusión: la poesía no es nuestra enemiga, camarada. ¡Dale una oportunidad!